miércoles, 23 de enero de 2013

STOP KISS en la Sala Plural del Trasnocho Cultural.


 "Nuestro viaje no habrá concluido hasta que nuestros hermanos y hermanas gay sean tratados como cualquier otro bajo la ley, pues si es cierto que todos hemos sido creados iguales ciertamente el amor que nos entregamos el uno al otro debe ser igual también."

Estas palabras de Barack Obama, dichas al comienzo de esta semana en su toma de posesión en Washington, tienen una resonancia muy fuerte en un país tan contaminado por la enfermedad homofóbica como el nuestro. 

Son particularmente oportunas para hablar de la historia de una amistad convertida en romance furtivo y de pronto invadida por la violencia más brutal. Se trata de STOP KISS, la magnífica obra de Diana Son que estamos estrenando en Caracas después de su éxito en los Estados Unidos.

Este es uno de esos raros proyectos en los que uno trabaja siempre feliz, en un equipo de puros amigos. Dirige Consuelo Trum, produce Reinaldo Cervini, el vestuario es de Joaquín Nandéz, las luces de Lina Olmos, el video lo dirigió Edgar Gil y yo hago la escenografía. El elenco junta amigos nuevos, Sheila Monterola, Karina VelasquezAgustín Segnini y Jesús Miguel Das Merces con Carolina Leandro y Antonio Delli que son de toda la vida.




Tierna, cómica y trágica a la vez, la obra se centra en dos personajes: Callie y Sara. Callie, una reportera de tráfico, es experta en evadir conflictos, lo cual la ayuda a sobrevivir en una ciudad como Nueva York. Sara, en cambio, ha dejado una vida segura en la ciudad de St. Louis y su trabajo en una escuela privada para venir a enseñar en una escuela pública del Bronx. Callie y Sara inician una amistad que se convierte en atracción. Es un tema del cual no se habla hasta que un primer y único beso inocente genera una violenta arremetida contra las dos mujeres. 



La propuesta de escenografía, aquí en uno de mis bocetos,  pretende incorporar al espectador al apartamento de Callie, el espacio de la naciente intimidad entre los dos personajes, atravesado por la presencia permanente del hospital en el que agoniza Sara. Los espacios y los tiempos se mezclan en el curso de la narrativa. Las paredes/persianas permiten entradas y salidas, nos permiten asomarnos a otros espacios y justifican la presencia del video, ventana a escenas externas, como parte del apartamento. La realización es del impecable Ramón Pérez Pina y su equipo de Producciones Setting.


Todas las fotografías son cortesía de Reinaldo Cervini

martes, 15 de enero de 2013

ELÍAS PÉREZ BORJAS, UN HÉROE IMPROBABLE.



En este país nuestro, tan dado al culto de los héroes, yo tengo el mío. Se llama Elías Pérez Borjas. Un hombre que, como muy pocos, enriqueció la vida cultural del país y, en el proceso de hacerlo, nos cambió la vida a muchos.

Hoy, a 20 años de su muerte, me duele que mucha gente joven no conozca a Elías, que ignoren cuanto le debemos todos. Me duele, pero no me sorprende. Es que Elías es el más improbable de los héroes venezolanos. Un hombre menudo, delicado, con unos enormes lentes, su porte no era precisamente titánico. Algún jodedor lo bautizó “la venadita” y el sobrenombre quedó grabado para siempre. Tampoco su formación académica era una cosa que impresionara. Y, sin embrago, a punta de su inmensa sensibilidad y pasión, contra viento y marea, Elías se convirtió en el motor detrás de la danza y el teatro en el país y nos dejó el legado de los mejores años de la gestión cultural venezolana del siglo 20.

Un inventario somero: Elías dirigió el Ballet Nacional de Venezuela; fundó El Nuevo Grupo junto a la tríada de Chocrón, Cabrujas y Chalbaud; fundó la Escuela Nacional de Danza; con Vicente Nebrada, Zhandra Rodriguez y Maria Cristina Anzola, creó el Ballet Internacional de Caracas; dirigió los teatros de la ciudad de Caracas para Fundarte; fue profesor de la Escuela de Artes de la UCV y el Instituto Superior de Danza; publicó libros y fue un conferencista incansable. Para colmo, encontró tiempo trabajar como productor de cine, teatro y danza; director de escena y diseñador de iluminación en incontables proyectos. Cuando lo alcanzó la muerte dirigía la Compañía Nacional de Teatro.

Este cuento se hace personal en 1984. Lo conocí cuando se estrenaba como director gerente del Teatro Teresa Carreño. El teatro, una inmensa mole de concreto con dos salas dotadas con tecnología de punta, talleres y salas de ensayo, se había inaugurado y cerrado en 1983. Corría el riesgo de convertirse en un elefante blanco de la Venezuela saudita.

Ese año memorable, Elías logró articular un consenso entre todas las fuerzas políticas para apoyar al teatro. Invitó a congresistas de todas las tendencias y los enamoró de la institución y de lo que allí se hacía. Lo mismo hizo con los más importantes empresarios y banqueros del país.

Con esa plataforma de apoyo abrió el teatro. Y lo abrió con una nueva y moderna visión. Abierto a todas las manifestaciones de la cultura sin otra limitación que la de la calidad. Montó una programación amplia y cuidadosamente planificada en la que por primera vez, junto a las temporadas de ópera, ballet y conciertos sinfónicos, se abría las puertas a expresiones de la cultura popular desde el rock y el pop, hasta por la salsa y el folclor. Algunos puristas se horrorizaron. El proyecto de Elías suponía que el Teresa Carreño debía ser la meta a la que todo artista venezolano pudiera aspirar como culminación de su carrera.

También lo abrió a las nuevas tendencias y a los jóvenes. Invitó a los bailarines contemporáneos de Danzahoy a convertirse, junto al Ballet Teresa Carreño, en compañía residente del teatro. Cada compañía debía, además, tener su escuela en el teatro, que se convertía ahora en un gran centro de formación.

Lo abrió a un nuevo público. Generó espectáculos para niños y jóvenes. Creó programas educativos y de sensibilización para escolares de las zonas populares. Instituyó ensayos abiertos, foros y charlas de libre acceso.

Lo abrió a la excelencia. Llamó a Vicente Nebrada y lo convenció de hacerse cargo de la dirección del ballet, con miras a convertirlo en una compañía de alto nivel internacional. Invitó a grandes figuras del teatro y la música a incorporarse a las temporadas de ópera. Eduardo Marturet se encargó de la dirección musical del teatro. Elías se valía de su visión integral del espectáculo y de su inmensa red de contactos en Venezuela y el mundo entero para beneficiar al teatro.

Consciente de que no había un precedente en el país de teatros de estas dimensiones y nivel técnico, lo abrió a una nueva generación de profesionales del teatro, muchos de ellos formados por la institución en intercambio con los grandes teatros del mundo. Elías, que ya conocía de primera mano a todo el que trabajaba en un escenario en Venezuela, se trajo a los mejores, a los maestros, y los puso a trabajar y compartir conocimientos con ellos.

Entre esos nuevos técnicos estaba yo. Estudiaba el último año de arquitectura y amaba el teatro. Elías, entre los montones de inventos que estaba generando, tuvo la idea de reclutar jóvenes universitarios  afines a las artes para hacer de acomodadores en el nuevo teatro. Los llamó guías de sala. Ese concepto, hoy común en todos nuestros teatros, es también creación de Elías. Yo me anoté y participé en un curso de formación riguroso en el que, además de aprendernos la numeración de butacas y zonas del teatro, el protocolo de la sala, procedimientos de emergencia y primeros auxilios, tuvimos clases, entre otros, con el propio Elías, con Eduardo Marturet, con Vicente Nebrada y con Luisa Fermín, la coordinadora del escenario. Yo me enamoré de Luisa y su trabajo y pedí ser transferido al backstage. Elías, entusiasmado, lo aprobó. Allí comenzó mi vida de hombre de teatro. Al año me envió a Alemania, a hacer pasantías en los teatros de ópera de Colonia y Stuttgart.  Durante 20 años fui un teresiano y reconozco a Elías como una figura paterna. A esa primera generación de guías pertenecen muchos destacados profesionales de las más diversas ramas. Todos añoramos esa época dorada del teatro.

La idea de definirse “teresiano”, aunque el término lo acuñó Isaac Chocrón, es obra de Elías. Uno de los secretos de su éxito como gerente fue consolidar un equipo de trabajo con un sentido de pertenencia institucional que rayaba en el fanatismo. Elías se bajaba de su carrito cada mañana y, camino a su oficina, iba revisando cada matero, cada rincón del foyer, los vidrios de la taquilla. Se detenía a recoger papeles sucios, tirros mal pegados, anotaba si faltaba un bombillo. Esperaba de todos un nivel de compromiso equivalente. Que cualquiera de nosotros, insistía, estuviese orgulloso de barrer el piso del escenario si hacía falta. La perfección era el único nivel aceptable en el escenario. No podíamos hacer concesiones jamás, ni en lo técnico ni en la estética del espectáculo.  Hacerlo era exponerse a sus legendarios ataques de ira. Para esas ocasiones Elías se había creado un alter ego temible: solía decir que sus amistades las hacía del lindero del Ateneo hacia allá, que aquí se venía a hacer las cosas bien hechas y ya. Si un técnico le decía que alguna exigencia era imposible, respondía que “a ti te pagan para que me digas cómo se hace, no que no se puede”. Exasperado cuando alguien no entendía un señalamiento, hablaba con una exagerada lentitud, casi deletreando, como si uno fuera un tarado, “mi-ma-má-me-mi-ma”. Provocaba matarlo. Los técnicos aprendimos incluso a reconocer el perfume que utilizaba Elías, que nos alertaba de su presencia en la oscuridad del escenario, supervisando cada detalle de una función o un ensayo.

Si sobrevivías a ese nivel de exigencia ganabas ser parte de una familia teatral. Además de su permanente preocupación por la profesionalización de los oficios teatrales, Elías era un defensor de la calidad de vida de los colegas. Sueldos y beneficios dignos eran una permanente preocupación suya. Con frecuencia eso lo ponía en tensión con los administradores del teatro, que confundían eficiencia con avaricia. Pero más allá de lo remunerativo, Elías se preocupaba sinceramente por el bienestar de los integrantes de su equipo. A raíz de un terrible accidente, en el que explotó un depósito de pintura del teatro y resultaron quemados dos compañeros, Elías cubrió los gastos de hospitalización y tratamiento que no amparó el seguro. Los visitaba con frecuencia y se hizo íntimo de sus familiares. Conmovido por la situación de los demás pacientes del pabellón de quemados, se movilizó para apoyar el tratamiento de todos los que allí estaban, propios y ajenos. Con sus contactos en el exterior llegó incluso a procurar medicinas que no se conseguían en el país.

Esa preocupación se reflejó en la creación del servicio médico del teatro. Elías, como hombre de teatro, conocía perfectamente las particulares presiones físicas y sicológicas a las que están sometidos los artistas, así cómo los riesgos que implica el trabajo en escenario. Con el doctor Luis Parada creó el primer servicio de salud especializado en la asistencia a los artistas del país. El éxito fue tan rotundo que se corrió la voz y el Teresa Carreño se vio obligado, pese a las limitaciones presupuestarias, a prestar servicios a toda la comunidad de las artes escénicas de la ciudad, tradicionalmente desamparada.

La última vez que vi a Elías fue cuando coincidimos en un vuelo rumbo a Nueva York, una ciudad en la que había vivido y a la que amaba casi tanto como a Caracas. Nos dio, a mi y a mi compañero Beto Guedes, un montón de datos útiles. Recuerdo que uno era que visitáramos la librería Strand, la mejor venta de libros usados en la ciudad. Quedamos en vernos allá. No logramos coincidir. Él regresó antes. Cuando nosotros regresamos ya había muerto.

La última característica que hace de Elías mi héroe es su sobrecogedora generosidad. En un país y en un medio en el que los héroes son autoproclamados, en el que los egos enfermizos viven del auto-homenaje, Elías trabajó infatigablemente, cada día de su vida, en silencio, detrás del escenario. Construyó magníficas instituciones culturales, modernas, relevantes, que otros intentaron borrar por mezquindad o mera estupidez. Jamás perdió tiempo promocionando su propio nombre. Es un ejemplo de entrega y voluntad de servicio.

Que la historia no lo olvide. Que viva su legado. Yo se que no pasa un día sin que alguno de nosotros, los teresianos, lo recordemos. Eterno Elías.




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